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Púgil en Reposo (Palacio Maximo, Roma). |
Entré en la sala del Palacio Máximo con el corazón encogido. Allí, recostado contra el mármol frío, te vi: sudor y ceniza mezclados en la piel, el rostro agotado tras un combate brutal. Tus párpados entreabiertos dejaban ver la incertidumbre que te devoraba por dentro, mientras pequeñas hileras de sangre se deslizaban desde las laceraciones en tus brazos y las fracturas recientes de frontal, cigomático y nasal. Las orejas, hinchadas y deformadas en esa característica lesión de “coliflor”, hablaban de golpes antiguos y victorias pasadas, igual que tus músculos tensos y el caestus firmemente sujeto en tus manos, prontos para volver a la contienda.
Me acerqué sigilosamente, escuchando tu respiración pausada y profunda. Durante un instante, todo pareció detenerse: la grandiosidad del decorado romano, los ecos de la historia, y tú, luchador imperturbable ante la adversidad. Y te pregunté, casi en un susurro:
_ ¿Qué estás esperando?
_ ¿Ha llegado ya tu derrota, o es el preludio de triunfos aún por tallar?
Ese silencio cargado de preguntas resonó en mí como un desafío personal. Porque hay instantes en los que el descanso no significa rendición, sino la antesala de un renacer más fuerte. Y supe que, aunque tu cuerpo clame tregua, tu espíritu de guerrero apenas ha comenzado a escribir su leyenda.
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